Peter Hooten es Stephen Strange, un psicólogo (NO un cirujano) estilo House pero en plan majete (se preocupa por sus pacientes y NO por ganar pasta), y tiene el bonus de ser heredero involuntario de los poderes místicos del anciano hechicero Tom Lindmer (interpretado por John Mills), que se dedica a tomar té y pastitas con su asistente discípulo Wong. El destino de Strangre es evitar la invasión extra-dimensional de un malvado demonio y su sirviente Morgan Le Fay (Jessica Walter).
Este Dr Strange, que pretendía ser episodio piloto de una serie, es el primer intento de convertir al Hechicero Supremo de Marvel en un personaje de carne y hueso. Pero estamos hablando de la televisión de finales de los 70, lastrada por la escasez de medios y presupuesto que una producción de estas características necesitaría para ser mínimamente interesante. Luces sicodélicas y planos en penumbra con texturas de llamas es lo más que podremos llegar a ver. Y, además, es un telefilm muy aburrido. De hecho, la intención de la CBS era hacer una especie de culebrón médico estilo Hospital General añadiendo fenómenos paranormales, y la mayor parte de la trama va de eso. También hay un pequeño homenaje a Alguien voló sobre el nido del cuco… pero sin Jack Nicholson ni el jefe indio.
Doctor Funky
Morgan Le Fay llega a la Tierra con la intención de matar al Anciano, y posee (mente limpia) a una mujer llamada Clea Lake que, acosada por pesadillas y tormentos inenarrables, termina en la consulta del Dr. Stephen Strange. Clea, por supuesto, se siente atraída por el Doc. De hecho, Morgan Le Fay también se siente atraída por él y se niega a matarlo porque es taaaan guaaaapo. Dormammu (o quien quiera que sea la silueta del demonio que aparece entre tinieblas y llamas) no se encuentra directamente con el buen doctor, seguro que de hacerlo también quedaría prendado de su bigotazo estilo Magnum.
Recomendable solo para completistas irredentos de adaptaciones de superheróes y para fans letales del funky-funky.