Matar a Dios, ópera prima de los directores Albert Pintó y Caye Casas, naufraga en su propio intento de ser una sátira mordaz y se queda en un ejercicio de tedio y pretensión. Lo que empieza como una premisa intrigante —el fin del mundo anunciado por un mendigo que se proclama Dios— se desinfla rápidamente, dejando al espectador con una sensación de oportunidad perdida. Protagonizan Eduardo Antuña (Cenizas del cielo; Madrid, 1987), Itziar Castro (Transeúntes; La sexta alumna), Boris Ruiz (RIP; Mil cosas que haría por ti), David Pareja (Cuchillo; Esa sensación), Emilio Gavira (Blancanieves; Operasiones espesiales) y Francesc Orella (Truman; Contratiempo).
Sinopsis de «Matar a Dios»
Una familia disfuncional se reúne para celebrar la Nochevieja en una cabaña en la montaña. La velada se ve interrumpida por la llegada de un vagabundo, que afirma ser Dios. Su misión no es otra que anunciar el fin de la humanidad y pedirles a los presentes que elijan a las dos personas que se salvarán.
Un Apocalipsis entre lo provocador y lo predecible
El mayor lastre de Matar a Dios son sus personajes. El cuarteto de protagonistas —una familia burguesa y sus dos invitados— no son seres complejos atrapados en un dilema moral, sino caricaturas planas, unidimensionales y exasperantemente desagradables que no evolucionan. Sus motivaciones son poco creíbles y sus reacciones ante lo absurdo del planteamiento resultan forzadas. La sátira social que se busca a través de ellos resulta obvia y superficial, a través de diálogos forzados que caen en la redundancia y el chiste fácil.
El Dios interpretado por Emilio Gavira, con su monólogo interminable y su figura de vagabundo, se convierte en un símbolo de la irritación general que provoca la historia. La película se siente como una obra de teatro filmada con un elenco poco comprometido.
El ritmo es exasperante. La mayor parte del metraje se desarrolla en un único espacio, la casa familiar, lo que podría haber sido una virtud si se hubiera utilizado para generar una claustrofobia palpable o una tensión psicológica. En cambio, se convierte en una prisión de la que no podemos escapar, llena de diálogos que giran en círculos y escenas que no aportan nada al desarrollo de la trama ni de los personajes. La sensación de estar viendo un cortometraje estirado hasta el largometraje aumenta de forma exponencial según pasan los minutos.
El argumento navega entre las aspiraciones de ser un thriller psicológico, una comedia grotesca o un drama existencial, sin acabar de definirse. El resultado es un híbrido sin identidad, una película que no sabe a dónde va y nos obliga a acompañarla en su errático y aburrido viaje. Al final, no hay ni un solo momento memorable que justifique el tiempo invertido en verla.
Trailer de «Matar a Dios»
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