TÍTULO ORIGINAL | Tuno negro |
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AÑO | 2001 |
NACIONALIDAD | España |
DIRECTOR | Pedro L. Barbero, Vicente J. Martín |
GUIÓN | Pedro L. Barbero, Vicente J. Martín |
MÚSICA | Roque Baños |
FOTOGRAFÍA | Carlos Suárez |
REPARTO | Silke, Jorge Sanz, Fele Martínez, Maribel Verdú, Eusebio Poncela, Patxi Freytez, Enrique Villén, Rebecca Cobos, Sergio Pazos, Montse Mostaza, Marián Aguilera, Carla Hidalgo, Javier Veiga, Paca Gabaldón, Alexis Valdés |
SINOPSIS | Un psicópata asesino se infiltra en la tuna universitaria de Salamanca y elige sus víctimas a través de internet. Con la noche y la juerga desmadrada como cómplice, el «Tuno Negro» comete sus crímenes con una pauta simple: morirán aquellos que sean los peores estudiantes de cada clase. El último no pasará de curso, ni tendrá la opción de repetir… |
Vamos a imaginarnos que crear una película fuese como hinchar un globo, esto es, un continente en el que se puede variar el contenido (aire, agua, tierra) pero que independientemente de lo que vaya dentro, es una acción con un límite claro. Llegará un momento en que el maleable plástico forzará tanto sus dimensiones que explotará irremediablemente.
Pues con esto ya en mente, he de decir que pocas veces se ha podido llenar un globo de celuloide con elementos tan incongruentes y pésimamente integrados sin que el óvalo, sólo hasta cierto punto benigno, reviente en mil pedazos. Y una de ellas ocurrió en el 2001, año en el que emergió ‘Tuno Negro’, la mofa suprema a los humildes seguidores del sanguinolento subgénero de las películas slasher.
Más tras el salto…
El terrible cóctel arriba citado sólo puede entenderse gracias a esa doble moral del cine español moderno; esa misma que les permite con igual descaro criticar al americano pero a la vez imitarlo. Lo triste es que cuando critica lo hace con el tesón de David contra Goliath, pero cuando imita se queda en algo a lo que llamar pálido reflejo sería un gran cumplido, como el esperpento dirigido y escrito –así que no hay excusa- por los dos campeones Pedro L. Barbero y Vicente J. Martín. Plantearse hacer una reseña de ‘Tuno negro’ es algo similar a ver una casa de tres pisos destrozada por un terremoto; todo es tan caótico que notas el torpor en tus huesos sin haber movido un escombro todavía. Pero lo intentaremos, aún así.
Parece ser que tenemos una esplendorosa Salamanca, más en auge que nunca en el 2001 como el equivalente universitario patrio de Las Vegas esto es, la ciudad que nunca duerme. Quizás lo único plausible de la película. Al poco ya vemos como los tunos, quienes hasta la explosión de Internet venían a ser los pardillos máximos de la fauna universitaria, son en la película una especie de estrellas del rock que ni se tienen que esforzar en ligarse a las tías más despampanantes de la universidad. También descubrimos al poco metraje al tuno alfa, en la piel de Jorge Sanz, nuestro David Carradine particular, alguien que no consiguió avergonzarse de haber pasado de ser una referencia en el cine a un náufrago de las bambalinas, que sólo puede optar a cosas como Tuno Negro para llenar el plato. Ahí lo tenemos con sus treinta y dos tacos en la universidad de cartón-piedra que nos obsequian los señores Barbero y Martín, irradiando tanta genialidad como otros dos actores jóvenes punteros de aquellos primeros compases del siglo veintiuno, Fele Martínez y Silke. El primero es el inspector de policía que investiga los crímenes de un tuno frenético que no se cansa de matar, mientras que la segunda es una estudiante que desarrolla una amistad bastante peculiar con el único actor que no merece una muerte lenta por su aportación, Eusebio Poncela en su papel del cura Don Justo.
Este plantel de impresentables conoce torpemente un barco slasher a la deriva, con momentos de una ridiculez tal que uno se pellizca para saber si está soñando.
¿Os parecía que Jason Vorhees o Michael Myers se movía fuera de cámara demasiado rápido? El asesino vestido de tuno aquí les hace ir a cámara lenta en comparación; se trata de alguien que es capaz de matar, desfigurar y mover a sus víctimas en el tiempo que alguien se sonaría la nariz.
Las muertes son menos imaginativas que el menú del día de un bar de carretera, y en cuanto se revela quien está detrás de la matanza se convierte en algo todavía más marciano.
Y estas son sólo dos críticas que me apetecía señalar antes de ese apoteósico grand finale, la epifanía que hace que el que tenga el terrible azar de haber hasta pagado por ver Tuno Negro empiece el proceso de considerarla una comedia. Exacto, una de esas películas como ‘Troll 2’ o ‘Shark Attack 3’, que de tan malas que son, se convierten en filmes que nunca decepcionan a la hora de llamar amigos a casa para reírse un buen rato. ¿Alguien conoce al actor Enrique Villén? Quizá no por su nombre, pero sí por su participación en los sketches de Cruz y Raya, cómicos en boga hace diez años. Ese hombre de dos miradas simultáneas, cada una en direcciones opuestas, consiguió el mejor papel en tamaña obra de arte. Con un revólver tamaño Harry el Sucio, el se encarga de eliminar a discreción –y si recargar ni una sola vez, faltaría más- a toda persona que aparece en pantalla, convertido gracias a ese guión maravilloso en el Charles Bronson tuerto del cine español.
Un broche de oro a uno de los episodios más tristes de ‘americanada’ made in Spain, una que avergonzaría hasta a monos gibraltareños, y prueba fehaciente de que con gente así realizando películas, el mundo da pañuelo a quien no tiene mocos.